El puchero ha sido una pieza característica de la cacharrería castellana, extremeña andaluza, manchega….. Todavía quedan importantes reductos del oficio alfarero en todas las provincias de la geografía nacional aunque el puchero ya no se encuentra en el elenco de piezas de la alfarería moderna.
Uno se imagina una vasija de barro vidriado (o sin vidriar), con base más o menos amplia, panza redondeada y apenas cuello, boca ancha, una o dos asas, utilizado para guisar o cocer alimentos. También en sentido figurado se suele aludir al puchero para referirse al alimento diario y regular. Igualmente, nuestro diccionario recoge “hacer pucheros” como la mueca o gesto que precede al llanto fingido o verdadero.
A ello habría que añadir muchas otras expresiones como “puchero de enfermo”, para referirse al cocido que se hace en tal recipiente, sin ingredientes que puedan ser nocivos a los enfermos. Una acepción antigua y claramente sexista es la de ” atizar el puchero”, para aludir al hombre que se quedaba en casa mientras la mujer salía a trabajar. La expresión “puchero de viuda” —expresión antiquísima y muy utilizada en algunos pueblos — para indicar el puchero pequeño de una sola ración.
Quienes en la alfarería tuvieron su “modus vivendi”, a un puchero grande lo llamaban: pucherazo. Lógicamente, para definir el tamaño empleaban el sufijo aumentativo con lo que incrementábamos la magnitud del significado del vocablo.
Uno se imagina una vasija de barro vidriado (o sin vidriar), con base más o menos amplia, panza redondeada y apenas cuello, boca ancha, una o dos asas, utilizado para guisar o cocer alimentos. También en sentido figurado se suele aludir al puchero para referirse al alimento diario y regular. Igualmente, nuestro diccionario recoge “hacer pucheros” como la mueca o gesto que precede al llanto fingido o verdadero.
A ello habría que añadir muchas otras expresiones como “puchero de enfermo”, para referirse al cocido que se hace en tal recipiente, sin ingredientes que puedan ser nocivos a los enfermos. Una acepción antigua y claramente sexista es la de ” atizar el puchero”, para aludir al hombre que se quedaba en casa mientras la mujer salía a trabajar. La expresión “puchero de viuda” —expresión antiquísima y muy utilizada en algunos pueblos — para indicar el puchero pequeño de una sola ración.
Quienes en la alfarería tuvieron su “modus vivendi”, a un puchero grande lo llamaban: pucherazo. Lógicamente, para definir el tamaño empleaban el sufijo aumentativo con lo que incrementábamos la magnitud del significado del vocablo.

“Dar un pucherazo ” apenas solemos asimilarlo a dar un golpe con un puchero, y sí a un golpe de Estado, un engaño, una trampa o un fraude electoral. Tal actitud la hemos encontrado plasmada en libros y diarios para referirse a la misma ” broma de mal gusto ” que empaña toda forma de convivencia democrática, altera la credibilidad más sincera y enfanga logros alcanzados con sacrificio.
Así mismo, por asimilación se ha estudiado esa trampa electoral calificada como cabildazo, pucherazo, arbitrariedad, chanchullo, abuso, tropelía, exceso, atropello, desafuero, desmán, canallada,... He aquí la riqueza de nuestra lengua, tantas veces denostada, reprimida y asediada allí donde la ” política de verbena y violencia ” pretende imponerse a la razón.
Hoy a nadie sorprende oír que el voto individual es un derecho y un deber. Uno y otro son caras de la misma moneda. Igualmente inseparables son las dos bolsas que forman la alforja de la fábula del griego Esopo o, precisa es también, la máxima del filósofo y sacerdote francés Lamennais: “el derecho y el deber son como las palmeras: no dan fruto si no crecen una al lado de otra”.
Comenzando el siglo XXI cuesta creer en lo que conocemos como “dar un pucherazo”. Más recuerda algunas actuaciones propias del siglo XIX, abundante en intrigas, conspiraciones y arbitrariedades. Un siglo donde los despropósitos y los escándalos municipales eran “moneda de curso legal”, sobre todo en grandes municipios o capitales de provincia. Era el siglo del cacique, del fraude, de la convención y de la imposición de candidatos sin sombra que pudiera alterar su elección. El siglo de cabecillas y jefecillos en el ámbito local y del “turnismo” de la Restauración entre conservadores y liberales en el plano nacional. Un siglo donde, si era preciso, el poder acudía a la arbitrariedad, régimen natural del pueblo español en palabras de Unamuno.
La seriedad, la reciedumbre y el sentido de la responsabilidad no debe dejar resquicio posible para el fraude al estilo “bananero” del “pucherazo”. Los políticos están obligados a dar prueba de ello a diario; aunque pasadas las elecciones regresen a las “trincheras” de su individualismo. Una actitud que nunca cambia: hace setenta y dos años, por poner un ejemplo distante en el tiempo, con motivo de las elecciones de abril de 1931, DIARIO REGIONAL desconfiaba de los futuros ediles y plasmaba en sus páginas un sentimiento de rutina y conformismo al publicar que se repetirían los mismos procedimientos de siempre, las visitas domiciliarias, los abundantes convites, “el ofrecimiento de grandes mejoras, cuando no el de algún empleo, y, pasadas las elecciones, derrotados o con el acta… no volverá a vérseles hasta otras”.
Será Melilla y algunos sitios más reflejo de intento de pucherazo?